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Siempre me ha gustado cantar, aunque no me considero cantante. Es mi terapia, mi lenguaje alterno. Siempre me verás escuchando o tarareando algo, y si me conoces en persona, sabrás que la música es mucho más que un pasatiempo para mí. Es una forma de expresión, una vía de escape, una oración disfrazada de melodía.

Todos, en algún momento, hemos escuchado sobre los beneficios físicos y psicológicos que tiene el cantar. Por ejemplo: mejora la respiración y la postura, estimula el sistema inmunológico, reduce el estrés, fortalece y amplía el vocabulario, activa la memoria y la concentración, y favorece la conexión con otras personas. Es una herramienta útil, efectiva y económica. Una herramienta al alcance de todos.
Pero no es mi intención hablarte únicamente de los beneficios del canto, sino de sus posibilidades. Especialmente, de lo que puede hacer el canto cuando se mezcla con la fe.
Pablo y Silas: Un canto en medio del dolor
Hay una historia en la Biblia que me gusta porque encierra muchas enseñanzas. En Hechos capítulo 16 encontramos a Pablo y Silas orando y cantando en la cárcel. Pero para llegar a este momento, vale la pena repasar el contexto:
Una noche, Pablo tuvo una visión: un hombre macedonio de pie le rogaba que fueran a ayudarles. Sin dudarlo, Pablo y Silas partieron a Macedonia, convencidos de que era Dios quien los llamaba a anunciar el Evangelio en esa región. Al llegar a Filipos, comenzaron a predicar, pero fueron seguidos durante varios días por una mujer poseída por un espíritu de adivinación, quien gritaba:
“Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, quienes nos anuncian el camino de salvación.”
Finalmente, Pablo, molesto, echó fuera el espíritu de la mujer, y ella fue liberada. Sin embargo, sus amos, al ver que ya no obtendrían ganancias por medio de ella, acusaron a Pablo y a Silas ante las autoridades. Los magistrados ordenaron que los golpearan con varas y los encarcelaran en el calabozo más profundo, con los pies asegurados en el cepo y bajo estricta vigilancia.
Y entonces ocurre algo poderoso:
“A medianoche, orando Pablo y Silas, cantaban himnos a Dios; y los presos los oían.”
(Hechos 16:25 RVR1960)
En medio del dolor, la injusticia y la oscuridad, ellos cantaban. No se quejaban. No dormían. No buscaban escapar. Oraban y cantaban. Y como respuesta, vino un terremoto. Las puertas se abrieron, las cadenas se soltaron… y la atmósfera cambió.
a mayoría de las veces que hemos escuchado esta historia, la enseñanza gira en torno a dos puntos principales. El primero es la importancia de adorar a Dios en medio de las dificultades. Pablo y Silas se encontraban en una situación muy complicada por predicar el Evangelio. Sin embargo, no parece que estuvieran desanimados, sino que seguían adorando a Dios a pesar de todo.
El segundo punto común es que la alabanza tiene poder. Este enfoque se centra en cómo, mientras Pablo y Silas cantaban a Dios, las cadenas se rompieron y las puertas de la cárcel se abrieron, trayendo libertad. Esta escena suele usarse como una analogía de lo que sucede en el ámbito espiritual cuando adoramos a Dios y recibimos libertad del pecado, la aflicción, etc.
Ninguno de estos dos puntos es incorrecto. De hecho, si recuerdas, mencioné al principio que esta historia tiene muchas enseñanzas. Por eso me resulta tan interesante y atractiva.
Cuando Pablo fue llamado por el Señor, comenzó a predicar sin detenerse, esforzándose en demostrar que Jesús es el Cristo. Sabía que no sería fácil, pues había sido un perseguidor de la iglesia. Iba de casa en casa, arrastrando a hombres y mujeres para entregarlos a la cárcel, por lo tanto, conocía a la perfección los riesgos de predicar sobre Jesús.
Al llamarlo, Dios le dijo:
“Yo le mostraré cuánto le es necesario padecer por mi nombre” (Hechos 9:16 RVR).
Y no tardó en comprobarlo. Más adelante, él mismo declara:
“Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hechos 14:22 RVR).
Los judíos querían matarlo. Los griegos también. Fue expulsado de ciudades, arrastrado y apedreado casi hasta la muerte. Lo mordió una serpiente, naufragó en el mar… No era la primera vez que arriesgaba su vida por el Evangelio, pero sí era la primera vez que estaba en la cárcel. Y no sería la última.
¿Qué hace una persona común cuando es encarcelada injustamente? Lo más probable es que llore, grite, pida hablar con un abogado, exija su derecho a una llamada o simplemente se derrumbe emocionalmente.
¿Orar a Dios? Tal vez.
¿Cantar a voz en cuello como si estuviera en una situación cotidiana? Muy poco probable.
Los seres humanos solemos ser egocéntricos. Suponemos que todo gira alrededor de nosotros. Por eso, es fácil pensar que Pablo y Silas cantaban para calmar su pena o distraerse del dolor. Pero estoy convencida de que ese no era su objetivo.
Estar en la cárcel no era un obstáculo para quienes estaban comprometidos a predicar el Evangelio a donde quiera que fueran. Era una oportunidad.
Pablo sabía que en ese lugar no solo había hombres físicamente encarcelados. También había quienes vivían esclavizados por la culpa, el dolor, el pecado, sus errores y fracasos. Hombres con trastornos mentales, con falta de identidad, con depresión, con soledad. Hombres que necesitaban a Dios tanto como los que caminaban “libres” por las calles.
Y cuando Pablo y Silas se vieron inmóviles, atados de pies, encerrados en un calabozo, echaron mano del instrumento más poderoso del mundo: la voz. Alzaron su voz para orar y cantar, conscientes de que otros los escuchaban. Y ese canto no era para calmar su dolor físico, sino para predicar a través de él. Era un acto de fe, de valentía y de amor.
En Hechos 16:26 leemos que un terremoto sacudió los cimientos de la cárcel, las puertas se abrieron y las cadenas de todos se soltaron. El carcelero, al ver las puertas abiertas, creyó que los presos habían huido y se dispuso a quitarse la vida. Pero Pablo le gritó:
“¡No te hagas daño! Todos estamos aquí”.
Me encanta leer que el carcelero corrió temblando a donde estaban Pablo y Silas y preguntó:
“¿Qué debo hacer para ser salvo?” (Hechos 16:30 RVR).
Esa pregunta nos confirma que ellos estaban predicando con cada palabra, con cada canto, con cada acción. El terremoto solo fue el impulso final para que aquel hombre tuviera fe y corriera a conocer a Jesucristo.
Dar a conocer el amor de Dios es nuestra responsabilidad, y debemos aprovechar cada oportunidad para hacerlo. A veces, las cosas más sencillas son las más efectivas a la hora de presentar el plan de salvación. Pablo y Silas simplemente oraban y cantaban en voz alta, sabiendo que otros los escuchaban. No forzaron, no amenazaron, no condenaron. Solo dejaron que Dios hiciera Su obra.
Lo que ocurrió en esa cárcel trascendió las paredes. El carcelero y toda su familia creyeron en Dios y fueron bautizados, gracias a dos hombres que decidieron predicar aún en medio de la injusticia.
Padecer persecución, enfrentar problemas o vivir situaciones injustas no debe detenernos. Pablo escribió:
“Nuestros sufrimientos son pasajeros y pequeños en comparación con la gloria eterna y grandiosa a la que ellos nos conducen” (2 Corintios 4:14 PDT).
La tribulación momentánea no es pretexto para callar. Dios nos consuela en medio de nuestras dificultades, para que también nosotros podamos consolar a los que estén pasando por pruebas: “Él nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que con el mismo consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos consolar a todos los que sufren” (2 Corintios 1:4 RVR).
Canta en voz alta.
Así que, canta en voz alta. No te guardes el canto. No lo apagues por el miedo, la tristeza o la duda. Hay alguien encarcelado junto a ti —no necesariamente tras barrotes físicos, pero sí atrapado en el dolor, en la desesperanza, en la soledad— que necesita escuchar una voz que anuncie libertad.
Canta por los que no tienen ganas de vivir, para que, al oírte, puedan conocer a Jesús, el único que lo cambia todo. Canta por tu familia, por tus hijos, por tus padres, por quienes aún no conocen al Dios que tú adoras con todo el corazón.
Canta también por ti. A veces, lo que más necesitas no es que las cadenas externas se caigan, sino que el Espíritu Santo sacuda los cimientos de tu alma como un terremoto divino, y te muestre lo que es vivir verdaderamente libre.
Sigue predicando. Aun cuando te sientas solo. Aun cuando parezca que nadie escucha. Porque siempre hay alguien —al lado, arriba, en silencio, en lucha— que necesita oír el mensaje que Dios ha puesto en tu boca.
Hazlo con tu vida, con tus palabras, con tu fe… y con tu canto. Porque, como escribió el salmista:
“Las misericordias de Jehová cantaré perpetuamente;
De generación en generación haré notoria tu fidelidad con mi boca.”
Salmos 89:1 (RVR)