Cuando estés listo.

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Durante muchos años he tenido el deseo de compartir lo que escribo, pero nunca encontraba el medio, la forma o el momento ideal para hacerlo. Cada vez que intentaba planear cómo dar a conocer mis ideas, surgía inevitablemente la misma pregunta en mi mente: ¿Estoy lista? En ese instante, me invadía el pánico. Retrasaba todo, postergaba el proyecto una vez más, y volvía a escribir solo para mí.

He librado una batalla interna constante, dudando si realmente estoy capacitada para escribir y exponer mis pensamientos al mundo. Una y otra vez le he preguntado a Dios: ¿Qué voy a decir? ¿Acaso hay algo nuevo que pueda aportar? He perdido mucho tiempo argumentando con Él, enfocándome en mis debilidades, mis defectos, mis inseguridades.

Pero todo cambió hace unos meses, cuando mientras leía mi Biblia, me vi reflejada en una conversación que Dios tuvo con Moisés.

En Éxodo capítulo 2, se nos narra, a grandes rasgos, el pasado de Moisés: fue colocado en una canasta y dejado en el río para salvarlo de la muerte; criado por su madre hebrea, pero con los privilegios de un egipcio; más tarde, mató a un egipcio al ver cómo maltrataba a un hebreo, lo que lo llevó a huir y esconderse.

Y justo entonces, cuando parecía completamente descalificado, Dios lo llama:

“Te enviaré a Faraón para que saques a mi pueblo de Egipto” (Éxodo 3:10 RVR1960)

Imaginemos ese momento en que Dios llama a Moisés por su nombre, diciéndole que tiene un plan para liberar de la esclavitud a su pueblo y que él es el encargado de ejecutar ese plan. A veces juzgamos muy duro a las personas por sus respuestas inmediatas, porque si somos honestos, muchos de nosotros pensaríamos que Moisés debió responder: “Sí, Señor”, sin titubear. Sin embargo, Moisés respondió:
“¿Quién soy yo?” (Éxodo 3:11).

Cuando Dios nos llama, no siempre respondemos de la forma correcta. Al igual que Moisés, solemos poner el énfasis en nosotros mismos: en nuestra capacidad, en nuestra autoestima, en nuestras experiencias pasadas, en nuestro nivel de preparación o en lo que suponemos que podría salir mal. Y entonces, es natural que se cruce por nuestra mente esa pregunta: “¿Quién soy yo para hacer esto?”

Es una reacción humana. Nos invade la inseguridad. Dudamos de nuestras credenciales, de nuestras palabras, de nuestro impacto. Casi podemos escuchar a Moisés diciendo: «¿Estás seguro de que no te equivocaste de persona?»

Y entonces, Dios le responde con algo que cambia toda la perspectiva. No le da un discurso motivacional sobre el potencial de Moisés. No le recuerda todo lo que ha aprendido o vivido. La respuesta de Dios es simple, directa y profunda: “Ve, porque yo estaré contigo” (Éxodo 3:12).

Dios comienza a afirmarle a Moisés que no se trata de él, sino de Aquel que lo ha enviado y que hará toda la obra. Pero vemos a Moisés inseguro. Primero duda de sus propias capacidades, y luego, incluso, duda de Dios.

Unos versículos más adelante, Moisés argumenta:
“Ellos no me creerán, ni oirán mi voz, porque dirán: No te ha aparecido Jehová” (Éxodo 4:1).

Porque, dígame usted, ¿quién en su sano juicio desea ser visto como loco? Todos anhelamos profundamente la aceptación de los demás. Quedar como un «desequilibrado» frente a otros no es una opción atractiva. Preferimos adaptarnos a quienes nos rodean con tal de ser incluidos en sus círculos sociales. Aceptamos e imitamos sus costumbres, tradiciones, ideas y formas de pensar para sentir que pertenecemos o para lograr cierta relevancia entre ellos.

El rechazo es una de las heridas más temidas del ser humano, y nadie —de forma voluntaria— desea ponerse en esa posición. Por eso, Moisés no sólo lucha con su identidad, sino también con la carga de imaginar cómo lo percibirán los demás. Se pregunta si valdrá la pena arriesgarse a hablar cuando todo lo que obtendrá a cambio puede ser burla, rechazo o incredulidad.

“¿Qué tienes en la mano?”, pregunta Dios (Éxodo 4:2).

Dios comienza a mostrarle a Moisés que no irá solo, que las señales lo acompañarán para confirmar la veracidad de su mensaje. Si recuerdas, unos momentos antes de esta conversación, Moisés estaba pastoreando las ovejas de su suegro cuando vio una zarza que ardía sin consumirse. Este fenómeno le llama la atención y se acerca, curioso. En su mano llevaba una vara, una simple vara de pastor.

Una vara que, por sí misma, no tiene el poder de producir milagros. Y, sin embargo, Dios decide usar ese instrumento aparentemente ordinario para manifestar su gloria. Es interesante que no elige algo espectacular ni impresionante a los ojos humanos. Escoge algo tan cotidiano como una vara —un objeto común, sin valor extraordinario, pero al que Dios dotaría de poder sobrenatural.

Porque así es Él. No necesita herramientas sofisticadas, discursos pulidos, títulos académicos o talentos impresionantes. Lo que Él busca es obediencia. Lo que espera es disposición. ¿Quién esperaría que a través de una vara de pastor se produjeran tan increíbles señales? Nadie. Pero eso es precisamente lo que hace que el milagro sea innegable: que proviene de Dios, y no del instrumento.

Pero sorprendentemente, Moisés aún no está convencido de ser el indicado para llevar a cabo semejante plan. De hecho, parece seguir buscando la manera de zafarse, diciendo: “¡Ay, Señor! Nunca he sido hombre de fácil palabra” (Éxodo 4:10).

No tengo la habilidad para hacerlo.
No estoy capacitado.
No tengo estudios referentes al tema.
No tengo experiencia previa.
No creo que sea la persona correcta.
No sé qué decir, y aunque supiera, no me van a creer.
¿Qué van a pensar de mí? ¡Van a creer que estoy loco!

El enfoque de Moisés está completamente centrado en la persona equivocada: en él mismo. No logra ver más allá de sus limitaciones, sus inseguridades, sus carencias. Pero Dios, con paciencia y firmeza, lo redirige con una pregunta poderosa:

“¿Quién dio la boca al hombre?… ¿No soy yo, Jehová?” (Éxodo 4:11).

Es como si Dios le dijera: “No se trata de tus habilidades, sino de mi poder. No se trata de lo que tú puedes hacer, sino de lo que yo puedo hacer a través de ti.”

No se trata de nosotros. Se trata de Dios.
Aquel que nos envía estará con nosotros y actuará a través de nosotros. Perdemos mucho tiempo centrados en nuestras propias capacidades, limitaciones y temores, cuando en realidad el llamado de Dios no depende de lo que somos, sino de lo que Él puede hacer con nosotros.

Vivimos en una cultura que nos enseña a ser autosuficientes. Desde pequeños aprendemos que debemos lograrlo todo por nuestra cuenta, que no necesitamos a nadie, que el éxito es medido por lo independientes y competentes que parezcamos. Buscamos constantemente reconocimiento por nuestros logros, porque eso valida lo que somos ante los demás. Pero detrás de esa apariencia de control, todos compartimos algo: el miedo al fracaso.

Ese miedo altera nuestras prioridades. Nos hace huir del riesgo, especialmente si existe la posibilidad de quedar expuestos. Por eso creamos rutinas seguras, evitamos decisiones difíciles y preferimos caminar sobre terreno firme antes que dar un paso de fe. Todo, con tal de no parecer vulnerables.

Y en medio de nuestras excusas y temores, Dios está mostrándonos todo lo grande y maravilloso que puede hacer. Tal vez hoy tú también estás dudando de tus capacidades. Pero jamás debes dudar de las capacidades de Dios.
Él le dijo a Moisés:
“Ahora ve, que yo estaré con tu boca, y te enseñaré lo que debas decir” (Éxodo 4:12).
Y te lo dice a ti también. ¿Qué tan difícil puede ser para Dios mover tu lengua, inspirar tus ideas, abrir puertas, preparar corazones, derribar argumentos?

Si Él te está llamando, es porque Él hará la obra.

Una de las primeras cosas que aprendí cuando empecé a estudiar la Biblia es que Dios es Omnipotente, es decir, TODO lo puede. En teoría, esta pequeña idea que engloba un maravilloso atributo de Dios es fácil de entender. Creemos (en teoría) que Dios tiene la capacidad para hacer todo, incluso las cosas que para nosotros son imposibles. En la práctica, todo cambia, porque requiere estar convencido de que Dios realmente es Omnipotente, más allá de las palabras. Es confiar plenamente en que Dios lo hará, aunque no lo entiendas, aunque no conozcas la forma o manera. Es permanecer inamovible interiormente, creyendo que ese Dios al que sirves lo hará por ti.

Me encantaría que la conversación entre Moisés y Dios terminara aquí. Pero no fue así. No convencido aún, Moisés dice: “Ay, Señor, te ruego que envíes a otra persona” (Éxodo 4:13). Entonces Dios puso a Aarón, hermano de Moisés, para realizar el papel de boca. (“Él te será a ti en lugar de boca” Éxodo 4:16).

Moisés presenta cuatro excusas:

  • Primero, la excusa de la identidad: “¿Quién soy yo?”
  • Segundo, la excusa de la credibilidad: “No me van a creer”
  • Tercero, la excusa de la capacidad: “No sé hablar”
  • Cuarto, la excusa de la irresponsabilidad: “Envía a otro” (Deiros, 2008).

Todo esto me hace pensar que Moisés realmente no quería ir a Egipto. Si recuerdas, había salido de allí huyendo. Tenía que enfrentar la realidad de su pasado. ¿De qué lado se pondría? Si ayudaba a los hebreos, quedaría como el héroe para ellos, pero quedaría como un traidor frente a los egipcios. Entonces, mi pregunta es: ¿tenía realmente miedo, o simplemente no quería ir?

Así estaba yo, como Moisés, con un terror al fracaso, al qué dirán, al miedo de no ser reconocida como suficiente o trascendental. Pero también había algo en mí que no quería hacerlo.

Dios ha estado trabajando con siervos incrédulos y desobedientes por mucho tiempo. Somos muchos los que hemos estado enfocados en la persona incorrecta, evitando y retrasando planes, no llevando a cabo nuestro llamado, porque cuando hicimos un autoanálisis decidimos que no estábamos listos o capacitados para lograrlo.

Es necesario cambiar de enfoque; en vez de gastar tiempo y energía inventando excusas, lee de nuevo lo que Dios le dice a Moisés:

Te enviaré. (Éxodo 3:10)
Yo estaré contigo. (Éxodo 3:12)
Yo soy el que Soy. (Éxodo 3:14)
Ellos creerán. (Éxodo 4:5)
Te enseñaré lo que debas hablar. (Éxodo 4:12)
Harás señales. (Éxodo 4:17)

Dios conocía las debilidades de Moisés; eso no lo tomó por sorpresa. Él sabía que estaba enviando a un tartamudo a ejecutar un trabajo que requería completa fluidez de palabras. Es evidente que no lo elige porque es el más capacitado o porque estaba listo; lo elige porque Su poder sería notorio a través de la vida de un débil.

Concluyo con una certeza: nunca estaremos completamente «listos» según nuestros propios estándares. Pero Dios no busca perfección, sino disposición. Así como llamó a Moisés, con sus temores y limitaciones, también nos llama a nosotros a cumplir un propósito que no depende de nuestra capacidad, sino de su poder. Cuando dejamos de mirar nuestras debilidades y comenzamos a mirar al Dios que todo lo puede, entonces es cuando verdaderamente estamos listos.

No se trata de lo que tengas, se trata de quién te envía. No se trata de sentirte capaz, sino de confiar en Aquel que te capacita. Porque donde tú ves insuficiencia, Dios ve oportunidad para manifestar su gloria. Así que, cuando estés listo —o incluso antes de estarlo—, da el paso. Porque el llamado de Dios no espera tu perfección, solo tu obediencia.

El día que reconozcamos que no es por nuestra propia fuerza, las cosas empezarán a funcionar, porque Su fuerza se perfecciona en nuestra debilidad. (2 Corintios 12:9)

Referencias.

Deiros, P. A. (2008). El liderazgo cristiano. Publicaciones Alianza.