Motivos Ulteriores II

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En el post anterior, comencé hablándote acerca de los motivos ulteriores. Te recomiendo que, antes de leer este artículo, regreses a leer “Motivos Ulteriores”, publicado en el mes de enero.

Un motivo ulterior es una razón alternativa o extrínseca (externa) para hacer algo, especialmente cuando está oculta o cuando difiere de la razón establecida o aparente.

Es muy difícil encontrar a alguien con el honesto deseo de ayudar, servir o dar algo sin esperar nada a cambio. Los seres humanos solemos tener motivos ulteriores para casi todo, incluso para buscar y seguir a Dios. En el post anterior mencioné que he identificado algunos de estos motivos, y comencé exponiendo que buscar a Dios por sus beneficios es uno de los más comunes.

En este segundo motivo, vamos a observar cómo, muchas veces, el deseo de servir a Dios se ve contaminado por una ambición más profunda: el anhelo de obtener reconocimiento, influencia o autoridad. Aunque a simple vista parezca un deseo noble —servir, liderar, impactar—, no siempre es movido por un corazón recto. Detrás de algunas buenas intenciones, puede esconderse una búsqueda de posición, de poder o de prestigio.

¿Buscamos a Dios para adquirir posiciones de poder?

Desde que somos niños, se nos educa con la idea de alcanzar posiciones sociales de poder. Nos orientan a estudiar ciertas carreras, considerando principalmente los beneficios que podríamos obtener en el ámbito laboral. Hemos aprendido a darle valor e importancia a aquellos puestos de trabajo con mayor jerarquía, y, sin darnos cuenta, mordemos el anzuelo, aceptando esta idea como una verdad absoluta.

En la iglesia, muchas veces encontramos una estructura social y jerárquica que nos resulta muy atractiva. Vemos niveles de liderazgo claramente establecidos y, rápidamente, identificamos los puestos más visibles para asignarles un nivel especial de importancia. La mentalidad que hemos desarrollado desde niños —la de escalar posiciones y tener autoridad— nos lleva a buscar un lugar de liderazgo dentro de la iglesia. Pero no estamos solos; hay muchos que desean lo mismo, y eso nos lanza, sin advertirlo, a una silenciosa guerra de poder.

Lee en Mateo 20 la petición que esta familia le hizo a Jesús:

20 Entonces se le acercó la madre de los hijos de Zebedeo (Santiago y Juan) con sus hijos, postrándose ante Él y pidiéndole algo.
21 Él le dijo: ¿Qué quieres? Ella le dijo: Ordena que en tu reino se sienten estos dos hijos míos, el uno a tu derecha, y el otro a tu izquierda.
22 Entonces Jesús, respondiendo, dijo: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber del vaso que yo he de beber, y ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado? Y ellos respondieron: Podemos.
23 Él les dijo: A la verdad, de mi vaso beberéis, y con el bautismo con que yo soy bautizado, seréis bautizados; pero el sentarse a mi derecha y a mi izquierda no es mío darlo, sino a aquellos para quienes está preparado por mi Padre.
(Mateo 20:20–23, RVR1960)

Permíteme darte un poco de contexto. Antes de que Santiago y Juan llegaran con su madre, Jesús ya les había enseñado en dos ocasiones que “los postreros serán los primeros” (Mateo 19:30; Mateo 20:16). Es decir, les estaba mostrando un nuevo orden de valores en el Reino de los Cielos, donde la grandeza no se mide por posición, sino por servicio y humildad.

Sin embargo, apenas unos versículos después de esa enseñanza, encontramos a esta singular familia haciendo una petición que parece contradecir todo lo que Jesús acababa de enseñar. La madre pide que sus dos hijos se sienten, uno a la derecha y otro a la izquierda de Jesús en su Reino.

¿Te parece una petición ambiciosa? Sin duda, lo es.
¿Nos ofende? Probablemente.
La idea nos resulta descabellada. Pensamos en el atrevimiento, en la falta de cordura y sensibilidad espiritual que implicaba pedir semejante cosa. No es de extrañar que el resto de los discípulos reaccionaran con disgusto:

“Cuando los diez oyeron esto, se enojaron contra los dos hermanos” (Mateo 20:24)

¿Qué fue lo que molestó tanto a los discípulos?
¿Fue la arrogancia de la petición? ¿El hecho de que alguien más se les adelantó? ¿O tal vez… ellos mismos deseaban lo mismo, pero no se atrevieron a pedirlo? ¿Fue indignación… o envidia?

No somos tan diferentes a los primeros discípulos. También nosotros anhelamos posiciones. Demandamos títulos. Competimos por puestos de control. Buscamos con desesperación la aprobación de los hombres, hasta que logramos tener algún tipo de autoridad sobre ellos. Envidiamos a quienes sobresalen, y a veces lo disfrazamos bajo la etiqueta de un “celo santo”.

Servimos a Dios con empeño, pero nos incomodamos si no reconocen públicamente nuestra dedicación. Nos sentimos orgullosos de esa “unción especial” o de los dones que decimos haber multiplicado. Y con la más entrenada expresión de humildad, repetimos: “Dios usa lo vil y lo menospreciado para avergonzar a los sabios”. Sin embargo, sin darnos cuenta, ya estamos exigiéndole a Dios que ordene nuestro lugar a su derecha… o definiendo el tamaño de las piedras preciosas que adornarán nuestra corona en el cielo.

Quítale a una persona su puesto de liderazgo, y descubrirás cuál era, en realidad, su motivación.

Jesús fue claro con sus discípulos:

“Los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Pero entre vosotros no será así; sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros, será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro siervo.”
(Mateo 20:25-27, RVR1960)

Una y otra vez, Jesús dirigió la atención hacia el servicio. (Mateo 23:11; Marcos 9:35; Lucas 9:48; Lucas 22:27). Y más que enseñarlo, lo vivió: nos dio el ejemplo lavando los pies de sus discípulos, afirmando con sus actos que no vino para ser servido, sino para servir (Mateo 20:28; Juan 13:14-15).

John Piper (2003) cuenta la siguiente historia:
“Conocí al profesor de un seminario que también servía como ujier en el palco de una gran iglesia. Una vez, al participar en una reunión, el pastor elogió su disposición para realizar esa tarea poco visible, a pesar de tener un doctorado en teología. El profesor desvió con humildad el elogio y citó el Salmo 84:10: ‘Vale más pasar un día en tus atrios que mil fuera de ellos; prefiero cuidar la entrada de la casa de mi Dios que habitar entre los impíos’.”

Hemos sido necios al creer que en la iglesia existen posiciones de prestigio.
Pero aún más, hemos sido arrogantes al pensar que somos dignos de ocuparlas.

Detente un momento y pregúntate: ¿cuáles son tus verdaderas motivaciones al servir y seguir a Dios?

Es muy fácil cruzar la delgada línea entre lo correcto y lo engañoso. Podemos convencernos de que nuestro deseo es servir a Dios sin reservas, cuando en realidad solo estamos manteniendo apariencias. Buscar a Dios para adquirir posiciones de poder es un motivo ulterior sutil, pero peligroso. ¿Por qué? Porque está enraizado en nuestro orgullo.

Y para arrancarlo, hay que luchar.
Luchar contra la necesidad de ser visto.
Luchar contra el deseo de atención, de privilegios, de aplausos.
Luchar contra la ambición de títulos, rangos y reconocimientos.

 El corazón humano es complejo y engañoso. Muchas veces, ni siquiera nosotros entendemos bien por qué hacemos lo que hacemos. Podemos servir a Dios durante años, levantar las manos en adoración, ocupar cargos de liderazgo y aún así estar movidos por intenciones equivocadas. El deseo de reconocimiento, de poder, de admiración… puede disfrazarse de espiritualidad, pero tarde o temprano, Dios revela lo que hay realmente dentro.

Jesús no busca servidores ambiciosos, busca corazones rendidos. No busca currículos, sino disposición. No necesita nuestras habilidades, sino nuestra humildad. Porque en el Reino de los Cielos, el más grande es el que sirve. El más elevado es el que se humilla. El primero es el que se hace último.

No te engañes: seguir a Dios no es una plataforma para brillar, es un altar para morir. Morir al yo. Morir al orgullo. Morir al deseo de ser visto, a la necesidad de tener el control, a la sed de reconocimiento.

Evalúa tus motivaciones. Pídele al Señor que examine tu corazón. Y si encuentras en ti un deseo de poder, de prestigio o de admiración, no te condenes, pero tampoco lo ignores. Preséntaselo a Dios con sinceridad, y pídele que lo transforme.

Porque al final, lo único que realmente vale la pena… es servir al Rey por quien Él es, y no por lo que eso pueda darnos. Nuestra única motivación debe ser el simple y honesto deseo de agradar a Aquel que nos salvó.


Porque cuando se apagan las luces, se cierran las puertas y se borran los nombres de las placas, lo único que permanecerá será lo que hicimos con un corazón rendido y sincero delante de Dios.


Referencias.

Piper, J. (2003). Los peligros del deleite. Editorial Unilit.