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Este podría ser el último post de esta serie titulada “Motivos Ulteriores”, y antes de entrar en el tema de hoy, quiero invitarte nuevamente a leer las dos publicaciones anteriores si aún no lo has hecho. Comprender el panorama completo te ayudará a conectar mejor con lo que compartiremos a continuación.
En los dos primeros posts, exploramos algunas de las razones ocultas —o no tan evidentes— por las cuales muchas personas se acercan a Dios. Hablamos, en primer lugar, de aquellos que buscan a Dios únicamente por los beneficios que pueden recibir de Él: bendiciones materiales, sanidad, puertas abiertas o soluciones a problemas personales. Esta motivación convierte la fe en una especie de transacción: “yo doy para que Dios me dé”.
Luego, en el segundo post, nos enfocamos en otro motivo igualmente peligroso: buscar a Dios para adquirir posiciones de poder. Vimos cómo incluso dentro del contexto de la iglesia pueden surgir deseos de reconocimiento, autoridad y prestigio, motivaciones que, si no se examinan con sinceridad, terminan contaminando lo que debería ser un servicio puro y desinteresado.
Hoy nos adentraremos en una tercera motivación oculta que también puede pasar desapercibida, pero que tiene un gran peso en nuestra vida espiritual: la fama.
¿Buscas a Dios para tener fama?
Es cierto que la fama está profundamente relacionada con el poder. Coexisten y, muchas veces, se alimentan la una a la otra. Ambas tienen en común el orgullo, el deseo de control, y la necesidad de validación. Sin embargo, la fama tiene una particularidad: no solo quiere tener autoridad, sino ser aplaudida por todos. Mientras que quien busca poder se enfoca en ganarse la aprobación de personas estratégicas —aquellas que lo pueden impulsar o promover—, quien busca fama quiere ser aceptado, reconocido y admirado por el público en general.
¿Quieres medir el deseo de fama que hay en la cultura actual? Entra a cualquier red social. La gente está desesperada por ser vista. Publican constantemente, muchas veces cayendo en el ridículo o incluso en la autodegradación, solo para conseguir «likes», comentarios o seguidores. La fama se ha vuelto una droga emocional. Vivimos en un mundo que premia la exposición, el escándalo, la exageración, la irreverencia. Antes, la fama era limitada a los escenarios inmediatos; hoy, cualquiera puede hacerse viral y recibir atención mundial desde la sala de su casa.
Y, tristemente, esta mentalidad ha penetrado también en la iglesia.
Buscar a Dios para adquirir fama es más común de lo que imaginamos. Actualmente, hay una creciente tendencia a usar el cristianismo como una estrategia de mercadotecnia. Para muchos, Dios no es el centro, sino simplemente un buen pretexto: la excusa perfecta, la llave que abre la puerta al escenario, al micrófono, a la visibilidad. ¿Por qué? Porque el mercado cristiano es altamente rentable. Vendemos y compramos música, libros, conferencias, eventos, todo bajo la etiqueta de “cristiano”. Y lo más triste es que, muchas veces, nos dejamos impresionar más por el talento y las apariencias que por la profundidad espiritual.
Nos emocionamos con la voz, con la producción, con la elocuencia. Y aunque no todos lo hacen con mala intención, la fama se convierte sutilmente en el objetivo. Y ese es un peligro que debemos identificar.
Por eso me gusta tanto la historia de Juan el Bautista. Es una de esas narrativas breves, pero ricas en contenido, que nos deja sin excusas cuando se trata de hablar de humildad, propósito y desapego de la fama.
A grandes rasgos, esta es su historia:
- Su llegada fue anunciada por el profeta Isaías, 700 años antes de Cristo (Isaías 40:3-4).
- Su nacimiento fue milagroso: hijo de una mujer estéril y de edad avanzada (Lucas 1:7).
- Su nombre fue dado por Dios (Lucas 1:13).
- Desde antes de nacer, se profetizó que sería grande delante del Señor (Lucas 1:15).
- Fue lleno del Espíritu Santo desde el vientre de su madre (Lucas 1:15).
- Su nacimiento fue un evento tan impactante que todos los vecinos se llenaron de temor, y la noticia corrió por toda la región (Lucas 1:65-66).
- Ya adulto, hablaba con tal autoridad que multitudes salían a escucharlo y a ser bautizadas por él (Lucas 3:7).
En teoría, Juan tenía todos los elementos que cualquier influencer cristiano actual podría soñar: una historia asombrosa, un llamado profético, una audiencia cautiva, un mensaje potente, una vida con propósito. Pero, nada de eso lo desvió. No vivía para impresionar. No predicaba para llenar estadios. No buscaba aplausos ni seguidores.
Juan no quería ser protagonista, quería abrirle paso al verdadero Rey.
“Como el pueblo estaba en expectativa, preguntándose todos en sus corazones si acaso Juan sería el Cristo, respondió Juan, diciendo a todos: Yo a la verdad os bautizo en agua; pero viene uno más poderoso que yo, de quien no soy digno de desatar la correa de su calzado; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Lucas 3:15-16)
Juan tuvo la oportunidad perfecta para presumir quién era: el profeta anunciado por Isaías, el milagro viviente, el ungido desde el vientre, el hombre grande delante de Dios. Y no habría estado mintiendo si lo hubiese hecho. Su historia tenía peso, tenía respaldo divino y popularidad suficiente como para tomar el crédito. Pero no lo hizo.
Juan entendía que no se trataba de él. No se trataba de su historia, su fama ni su llamado especial. Se trataba de Cristo.
A pesar de tener un ministerio validado por profecías antiguas, por señales sobrenaturales y por una multitud que lo seguía, no usó nada de eso como plataforma para su propia gloria. No buscó prestigio, no le interesó la reputación. No permitió que el aplauso del pueblo lo desviara. No se dejó convertir en una celebridad religiosa.
Juan no buscó trato especial. No se colgó etiquetas de “ungido”, “profeta” o “pionero del avivamiento”. No instrumentalizó su llamado para obtener beneficios, privilegios o ganancias personales. Nunca usó el nombre de Cristo como una marca para impulsar su imagen.
Y eso nos confronta.
Porque muchas veces estamos más preocupados por que el mundo sepa quiénes somos, que por asegurarnos de que el mundo conozca a Cristo. Usamos a Dios como trampolín, en vez de hacer de Él nuestro único objetivo.
Juan nos enseña que, si realmente entendemos de qué se trata el Reino, no necesitaremos reconocimiento. Nos bastará con ser portadores de la verdad.
Estoy segura de que Dios te ha llenado de dones y creativas habilidades. ¡Lo ha hecho así con todos nosotros! Eso es, precisamente, lo que más me impacta de la historia de Juan el Bautista: tenía un llamado específico, un propósito claro y fue capacitado por Dios para cumplirlo.
El punto aquí no es dejar de usar nuestros dones, ni esconder nuestras capacidades. Todo lo contrario. Debemos desarrollarlos y ponerlos al servicio del Reino. Para eso nos fueron dados: “a fin de capacitar al pueblo de Dios para la obra del ministerio, para edificar el cuerpo de Cristo” (Efesios 4:12).
La esencia de esta reflexión es que Juan ejerció su llamado con fidelidad y convicción, sin dejarse contaminar por el deseo de reconocimiento personal. Cumplía con su propósito sin buscar aplausos. No escondió sus dones, pero tampoco los usó para construir una plataforma de admiración humana.
Juan incluso alcanzó cierta popularidad. Tenía discípulos, multitudes que lo escuchaban y lo seguían. Pero no había en él motivos ulteriores. No servía por fama. No proclamaba por seguidores. Su misión era preparar el camino para Cristo, no competir con Él.
Cuando algunos de sus discípulos se inquietaron al ver que Jesús también bautizaba y comenzaba a atraer más personas, le preguntaron a Juan qué pensaba al respecto. Su respuesta fue contundente:
“Ustedes mismos son testigos de que dije: ‘Yo no soy el Mesías. Solamente soy el que Dios envió para prepararle el camino’” (Juan 3:28 PDT).
“Es necesario que Él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:30 RVR1960).
¡Qué declaración tan poderosa y tan necesaria en nuestros días!
Juan entendía que su propósito tenía un límite. Sabía que había sido llamado para exaltar a Cristo, no para exaltar su nombre. Sabía retirarse a tiempo, y eso es algo que solo puede hacer alguien sin sed de protagonismo.
Menguar es disminuir, reducir nuestro grado de importancia. Es hacer lo que hizo Juan: compararse con Jesús y reconocer que no somos más que simples siervos. Es Jesús quien debe recibir toda la atención, no yo. Hay que enterrar el orgullo, las aspiraciones personales, los sueños de sobresalir. Juan predicaba a Cristo para que Cristo fuera famoso, no él. Su propósito era dirigir todas las miradas hacia el Salvador.
Recuerdo que en 1996, cuando cursaba sexto grado, salió al mercado una consola de videojuegos que todos los niños de la escuela querían tener. La emoción era general: ya habían investigado todo, sabían el precio, el contenido, los trucos para los nuevos juegos… no se hablaba de otra cosa. Pero muy pocos podían pagarla. Así que, cuando uno de los niños finalmente la consiguió (por regalo de sus padres, no por méritos propios), ese niño subió automáticamente en la escala de popularidad. Y ocurrió un cambio curioso: la consola dejó de ser el foco, y el enfoque pasó al niño. Ya no querían la consola, querían ser como él.
Eso mismo nos pasa muchas veces en la vida cristiana. Lo que empezó siendo entusiasmo por Cristo, termina volviéndose admiración por personas. El mensaje se pierde cuando el mensajero quiere ser el centro. Pero Juan no lo permitió. Él no quiso ser más importante que el mensaje. No permitió que su influencia eclipsara a Cristo. Menguar es eso: hacerse a un lado, para que Él sea exaltado.
Lamentablemente, en ocasiones nuestro objetivo deja de ser el portar la presencia De Dios, y pasa a ser: «que todos vean y admiren que yo tengo la presencia De Dios». Ese deseo entrañable de popularidad nos hace envidiar y perseguir el estatus que otros han logrado; deseamos ser como aquel “adorador” que llena estadios, vende millones y es conocido en todas partes del mundo. Sin darnos cuenta, empezamos a desear la fama que otros tienen, y pasamos a segundo plano lo que es verdaderamente importante: la presencia de Dios.
Como en la historia del niño y la consola, el enfoque se desvió del regalo hacia la persona. Y eso puede pasarnos a nosotros: dejamos de admirar a Cristo para empezar a admirarnos a nosotros mismos o a otros como si fueran el centro del mensaje. Pero nuestros dones y capacidades no son nuestros, no los conseguimos por mérito propio; provienen de Dios, y fueron dados para glorificarlo a Él.
Si cantas, canta para Él. Si tocas un instrumento, hazlo para adorarlo a Él. Si predicas, enseñas, lideras, sirves en cualquier área del ministerio: hazlo con el único objetivo de exaltar su nombre. No dejes de servir, no entierres tus talentos, pero cuida tus motivaciones. No uses la gracia que te fue dada como plataforma para brillar tú, úsala para que Jesús sea visto, conocido, y adorado.
En Colosenses 3:23 leemos:
“Cuando hagan cualquier trabajo, háganlo de todo corazón, como si estuvieran trabajando para el Señor y no para los seres humanos. Recuerden que ustedes van a recibir la recompensa del Señor que Dios le prometió a su pueblo, pues ustedes sirven a Cristo el Señor.” (PDT)
Esta es la verdadera motivación: servir a Cristo con todo el corazón, no por lo que podamos obtener, ni por los títulos que podamos alcanzar, ni por la fama que podamos adquirir.
¿Cuáles son tus motivos al seguir, servir y adorar a Dios?
Es mi deseo que, todo lo que hagas, sea únicamente para honrarlo a Él.
El Salmo 103:2 nos exhorta:
“Bendice, alma mía, a Jehová, Y no olvides ninguno de sus beneficios.” (RVR1960)
Nota que dice “no olvides”. Esa frase nos recuerda que todos los beneficios que realmente necesitamos provienen de Él:
- Él es quien perdona nuestras iniquidades,
- el que sana nuestras dolencias,
- el que rescata nuestras vidas del hoyo,
- el que nos corona de favores y misericordias,
- el que sacia de bien nuestra boca,
- el que hace justicia,
- el que se compadece de nosotros,
- el que conoce nuestra condición.
Que nuestra alma no olvide, ni por un instante, de dónde provienen todas las cosas buenas.
Que nuestra alma bendiga a Jehová.
Que sea Cristo y no yo.
A lo largo de esta serie, hemos hablado de tres motivos ulteriores que, aunque pueden parecer espirituales por fuera, esconden intenciones muy humanas y profundamente contaminadas:
- El beneficio personal: Cuando servimos a Dios esperando una recompensa inmediata, como si nuestra fe fuera un sistema de trueques.
- El poder y el control: Cuando el corazón se inclina más por el reconocimiento y la autoridad que por el servicio humilde.
- La fama: Cuando nuestro deseo no es glorificar a Dios, sino que otros vean cuánto lo hacemos, buscando admiración y aplauso.
Tres formas distintas en las que el orgullo y la ambición personal pueden disfrazarse de devoción.
Tres trampas sutiles, pero peligrosas, que pueden desviar nuestras acciones, nuestras decisiones, y hasta nuestro llamado.
Pero hay algo en común en los tres: la pérdida del enfoque.
Nos hemos olvidado de quién es el protagonista. Y ese protagonista no eres tú. Ni soy yo.
Es Cristo.
Dios no busca que le impresiones, ni que le entregues una hoja llena de logros ministeriales.
Dios busca corazones rendidos, dispuestos a servirlo por amor, no por aplausos.
Quiere obediencia genuina, no resultados vistosos.
Porque puedes estar haciendo lo correcto… por razones equivocadas.
Puedes estar cantando, predicando, sirviendo… y aún así tener el corazón en el lugar equivocado.
Y lo más delicado de todo: puedes engañar a todos, menos a Dios.
Por eso, detente un momento. Respira. Y hazte estas preguntas:
- ¿Estoy sirviendo para que Él crezca, o para que me vean?
- ¿Estoy buscando a Dios por quien Él es, o por lo que espero recibir?
- ¿Estoy usando mis dones para exaltar a Cristo, o para construir mi propia plataforma?
Que esta serie haya sido un espejo para tu alma. Que el Espíritu Santo te ayude a revisar tus motivaciones con honestidad. Y que, al final, puedas hacer tuya esta oración:
“Es necesario que Él crezca, y que yo mengüe.” (Juan 3:30)
Porque Él es el centro.
Porque Él lo merece todo.
Y porque no hay mayor privilegio que vivir para glorificarlo a Él.