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Uno de los retos más difíciles que he enfrentado en mi vida es la maternidad. Con el paso del tiempo, he tenido que reconocer que fui muy dura al juzgar a mis padres mientras crecía. Ahora comprendo que ellos tampoco tenían experiencia previa, ni referencias, y mucho menos manuales.
Si tuviera que hacer una analogía de la maternidad, diría que es como boxear con los ojos vendados, en una arena desconocida, contra dos boxeadores profesionales. Nunca sé de dónde vendrá el siguiente golpe.
No puedo decirte que estoy lista para darte consejos sobre “cómo ser una buena madre o padre”, ni pretendo hacerlo. Soy consciente de que aún tengo mucho por aprender y descubrir. Mis hijos son pequeños y todavía me encuentro en la etapa más fácil de esta vida caóticamente hermosa. Sin embargo, en estas semanas he estado reflexionando sobre una historia que me ha dejado varias lecciones y me ha enseñado algo acerca de la crianza de un hijo. Me gustaría compartirlas contigo.
En 1 Samuel encontramos a Elí desempeñándose como sacerdote junto a sus dos hijos, Ofni y Finees (1:3). Para darte un poco de contexto, es importante entender que los sacerdotes tenían funciones sumamente específicas que requerían el cumplimiento de estrictas normas, leyes y conductas. Debían usar un vestuario particular, ser consagrados y santificados, y contaban con un sacerdocio por derecho perpetuo. Eran responsables de presentar ofrendas y sacrificios de paz como parte del holocausto continuo, y llevaban el juicio de los hijos de Israel sobre su corazón delante de Jehová (Éxodo 28:30), entre muchas otras tareas. En definitiva, no era un trabajo cualquiera.
En 1 Samuel 2:12, el tema cambia repentinamente. Aún me encontraba saboreando la dulce historia de Ana y el milagro que Dios le concedió al darle un hijo, cuando, de pronto y sin preámbulos, aparecen los hijos de Elí con su no tan exitosa historia de paternidad. A partir del versículo 12 comencé a leer sobre el pecado de los hijos de Elí, y en el versículo 17 del mismo capítulo se afirma: “Era, pues, muy grande delante de Jehová el pecado de los jóvenes; porque los hombres menospreciaban las ofrendas de Jehová”.
Además, dormían con las mujeres que servían a la entrada del tabernáculo de reunión (1 Samuel 2:22). La Biblia dice que Elí escuchaba todo lo que sus hijos hacían con el pueblo de Israel, es decir, era un pecado antiguo y conocido por todos.
Ahora te diré lo que he aprendido de esta historia detenidamente.
1. Ir a la iglesia no es lo mismo que conocer a Dios.
“Los hijos de Elí eran hombres impíos, y no tenían conocimiento de Jehová” (1 Sam. 2:12).
Nunca, bajo ningún motivo o circunstancia, puedo asumir que mis hijos conocen a Dios solo porque asisten a la iglesia. Es un buen comienzo, pero no es suficiente.
Los hijos de Elí fueron criados dentro del templo, trabajando para Dios junto a su padre en todo momento. Conocían a la perfección las normas y reglas específicas que debían cumplir, y tal vez en algún momento realizaron correctamente las tareas asignadas. Pero en cierto punto de sus vidas, su corazón se desvió y comenzaron a aprovecharse de su posición para beneficiarse en aspectos que, claramente, no estaban alineados con agradar a Dios.
Mi deber como madre es procurar que mis hijos conozcan y teman a Dios, no solo que cumplan con las reglas de la iglesia y la moralidad. Mis hijos podrían parecer consagrados y santificados por fuera; quizás estén involucrados en un ministerio, cierren los ojos y levanten las manos durante el tiempo de alabanza y adoración, e incluso puedan predicar y orar en el altar como cualquier pastor. Pero solo Dios sabe qué es lo que realmente están pensando y cuáles son sus verdaderas intenciones.
Mi deseo como madre es ver a mis hijos realmente consagrados a Dios, y para ello debo orar cada día para que tengan un encuentro personal con Él. Un encuentro que transforme por completo su estilo de vida y rompa con la “costumbre” y la “obligación” de creer que conocen a Dios, para así conocerlo tal como realmente es.
2. El amor por los hijos no justifica desobedecer a Dios.
“¿Por qué habéis hollado
mis sacrificios y mis ofrendas, que yo mandé ofrecer en el tabernáculo; y
has honrado a tus hijos más que a mí, engordándoos de lo principal
de todas las ofrendas de mi pueblo Israel? (1 Samuel 2:29)
Mis hijos no pueden tener mayor estima o prioridad que Dios. Punto.
Si lees unos versículos antes, te darás cuenta de que un varón se acercó a Elí para recordarle cómo Dios lo eligió para ser sacerdote y cómo le había concedido todas las ofrendas de los hijos de Israel (1 Sam. 2:27). Sin embargo, no le dice: “Tus hijos han quebrantado mis sacrificios y ofrendas”, sino: “Tú has quebrantado mis sacrificios y ofrendas”. Esto indica claramente que la responsabilidad total en la educación y corrección de nuestros hijos recae sobre nosotros. Y por si esto fuera poco, continúa diciendo: “Has honrado a tus hijos más que a mí”.
Hay tanto que tengo que aprender sobre este tema, porque a mí también me ha pasado. Es tanto el amor que sentimos por nuestros hijos, que consciente o inconscientemente los hacemos prioridad. En TODO. La vida suele girar alrededor de sus necesidades, de sus emociones, de sus deseos y anhelos. Y ellos lo saben. Por eso saben cómo tomar ventaja.
Como los amas tanto, empiezas a permitirles cosas que no le permitirías a nadie más. Obvias conductas que repudias en otros. Subestimas situaciones presentes, pensando que con la ayuda de Dios todo mejorará en el futuro. Y sin darte cuenta, ya no es a Dios ni la búsqueda de su favor a quien buscas fervientemente, sino a tus hijos. Sugel Michelén dijo: “El hombre que no le teme a Dios, le teme a los hombres.”
El mismo Jesús nos lo dijo de la siguiente forma: “El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mi” (Mateo 10:37).
Más claro, imposible.
“Y Jehová dijo a Samuel: He aquí haré
yo una cosa en Israel, que a quien la oyere, le retiñirán ambos oídos. Aquel día
yo cumpliré contra Elí todas las cosas que he dicho sobre su casa, desde el
principio hasta el fin. Y le mostraré que yo juzgaré su casa para siempre, por
la iniquidad que él sabe; porque sus hijos han blasfemado a Dios, y él
no los ha estorbado” (1 Sam. 3:11-13).
Se debe ejercer disciplina a tiempo y en todo tiempo. Elí sabía que sus hijos no estaban haciendo lo correcto delante de Dios. De hecho, en 1 Samuel 2:22-25 encontramos brevemente cómo Elí trata de corregirlos. Sería especular decir qué tipo de tono o modulación de voz usó en esos versículos, así que me limitaré a los hechos: Elí ya era anciano, sus hijos eran adultos y, según leemos, llevaban tiempo actuando mal, porque todo el pueblo hablaba de sus malos procederes.
No tenemos información previa a este momento. No sabemos con certeza si esta fue la primera o la última vez que intentó corregirlos, pero lo cierto es que este intento de enderezar un camino que llevaba años torcido fue un fracaso.
3. La disciplina no es opcional.
¿Hay que tener mano dura? Sí. No debo esperar a que la situación se vuelva insostenible, ni minimizar conductas y acciones pensando que no llegarán a mayores. Tampoco debo suponer que mis hijos ya no tienen remedio solo porque son adultos y “capaces” de tomar decisiones y enfrentar sus consecuencias. Mientras aún tenga oportunidad, debo incomodarlos.
Tengo que ser firme en esto y jamás ceder en cuanto a la disciplina. No vaya a ser que, por intentar facilitarles el camino, en realidad esté pavimentando la senda que los lleve al fracaso y a la destrucción de sus almas.
Los hijos de Elí eran adultos cuando todo esto sucedió, así que muchos podríamos pensar que ya no era obligación de Elí corregirlos, que “ya había terminado de criarlos”. En un contexto actual, justificaríamos la situación con frases como: “Ellos ya son adultos, tendrán que enfrentar las consecuencias de sus actos. No se puede culpar a los padres por las acciones de sus hijos”.
Pero lo cierto es que los adultos que somos hoy son la consecuencia de un cúmulo de experiencias formativas del pasado. No llegamos a ser lo que somos de la noche a la mañana.
¿Vamos a permitir que nuestros hijos hagan lo malo solo porque ya son adultos? ¿Permitirías que tu hijo adulto cayera en la cárcel a causa de sus malas decisiones, o fuera presa de alguna adicción, sin intentar intervenir?
¿Qué estamos permitiendo hoy en nuestros niños que podría convertirse en un hábito destructivo para el resto de sus vidas? ¿Por qué le damos tanta importancia a las amenazas de nuestros adolescentes cuando dicen que se irán de casa si no los dejamos hacer lo que quieren?
Nadie que ama de verdad a sus hijos los deja jugar con fuego
Estoy profundamente agradecida con Dios por todas las veces que mi madre me dijo que no. En su momento no lo entendí y, por supuesto, me molesté. Pero ahora, con el paso del tiempo y desde la perspectiva de la maternidad, todo cobra sentido. Establecer límites es fundamental, y como madres, debemos perder el miedo a decirles que no a nuestros hijos, aunque eso implique incomodarlos o contrariarlos.
El verdadero amor no se basa en la complacencia, sino en la protección. Y si realmente deseo lo mejor para mis hijos, debo incluir en ese deseo la preservación de su alma. No hay propósito más alto que ese. Por eso, estoy dispuesta a convertirme en el mayor estorbo en el camino hacia su perdición. Si eso significa incomodarlos, frustrar sus deseos o ser “la mala” por momentos, lo haré con gusto, porque los amo con el amor que Dios ha puesto en mí.
Hoy reconozco la urgencia de restablecer prioridades. Necesito volver a poner a Dios en el lugar que le corresponde, para que mi juicio no se vea nublado por mis emociones, temores o afectos desordenados. Solo así podré guiarlos de forma correcta, con claridad y firmeza. Y entonces, con la ayuda y la dirección de Dios, podré instruir a mis hijos en Suscaminos, no en los míos, no en los del mundo, sino en los caminos del Señor, que son rectos, verdaderos y eternos.
Porque al final, no se trata solo de formar buenos ciudadanos, sino de preparar almas que un día estén delante de Dios, con fe verdadera y corazones transformados.